El segundo anillo de poder (II)

Decía que un guerrero no sentía compasión por nadie. Para él, sentir compasión implicaba desear que la otra persona fuese como uno, estuviese en el lugar de uno y que esa es la razón por la que se da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lo más difícil del mundo, para un guerrero, es dejar ser a los otros. Cuando yo era gorda me preocupaba porque Lidia y Josefina no comían lo suficiente. Tenía miedo de que enfermasen y muriesen por no comer. Hice lo imposible porque engordasen, y con el mejor de los propósitos. La impecabilidad de un guerrero consiste en dejar de ser y apoyar a los demás en lo que realmente son. Desde luego, eso implica confiar en que los otros son también guerreros impecables.
-¿Y si no son guerreros impecables?
-Entonces tu deber es ser impecable y no decir palabra -replicó-. El Nagual sostenía que sólo un brujo que ve y ha perdido la forma puede permitirse ayudar a otro. Es por eso que él nos ayudó e hizo de nosotros lo que somos. No creerás que es posible andar por la calle recogiendo gente para auxiliarla, ¿verdad?
Ya don Juan me había enfrentado con el dilema de no poder ayudar a mis semejantes en modo alguno. En realidad, para él, todo esfuerzo de nuestra parte en ese sentido era un acto arbitrario determinado por nuestro propio interés.
Un día, estando juntos en la ciudad, alcé un caracol que se hallaba en medio de la calzada y lo llevé a lugar seguro, bajo unas parras. Estaba convencido de que, de dejarlo donde lo había encontrado, tarde o temprano alguien lo habría pisado. Pensaba que, al ponerlo fuera de peligro, lo había salvado.
Don Juan señaló que mi suposición era muy superficial, puesto que no había tomado en cuenta dos posibilidades. Una de ellas consiste en que el caracol quizás estaba huyendo de una muerte segura por envenenamiento de parra; la otra, en que el caracol poseyese el poder personal suficiente para atravesar la calzada. Mi intervención no sólo no lo había salvado, sino que le había hecho perder lo que hubiera ganado muy penosamente.
Naturalmente, quise devolver el caracol al lugar en que lo había hallado, pero no me lo permitió. Dijo que era el destino del caracol el que un idiota se cruzase en su sendero y le echase a perder lo mejor de su ímpetu. Si lo dejaba donde lo había puesto, era probable que volviese a reunir el poder necesario para alcanzar su objetivo.
Creí entenderle. Era evidente que no había hecho sino aceptar su posición sin profundizar. Lo que más me costaba era dejar ser a los otros.

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