Pedro Páramo
-Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el
miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y
cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.
Llegué a la plaza, tienes tu razón. Me llevó hasta allí el bullicio de
la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis
cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara
con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si
se filtraran de entre las gretas y las descarapeladuras. Yo los oía.
Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me
murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté
de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual
que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como
te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la
casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi
deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y
conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se me enchinó
el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría
encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar
que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que
estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre
la gente se me bajaría el miedo.
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