Hyperion

Sol esperaba.
Hacía horas que había entregado su única hija al Alcaudón. Hacía días que no comía ni dormía. La tormenta había rugido y había amainado, las Tumbas habían fulgurado como reactores fuera de control y las mareas de tiempo lo habían azotado con la fuerza de una ola gigante. Pero Sol se había aferrado a la escalinata de piedra de la Esfinge y había esperado. Seguía esperando.
Aturdido, atormentado por la fatiga y la preocupación, Sol descubrió que su mente de estudioso funcionaba con celeridad.
Durante la mayor parte de su vida y durante toda su carrera, Sol Weintraub, historiador, clasicista y filósofo, había analizado la ética de la conducta religiosa humana. La religión y la ética no eran siempre –ni siquiera a menudo– mutuamente compatibles. Las exigencias del absolutismo, el fundamentalismo religioso o el relativismo rampante a menudo reflejaban los peores aspectos de la cultura o los prejuicios contemporáneos, no un sistema donde el hombre y Dios pudieran vivir con un sentido de verdadera justicia. Sol había escrito su famoso libro (finalmente titulado El dilema de Abraham, publicado en una edición ingente con una tirada con la cual él nunca había soñado al escribir para editoriales académicas) cuando Rachel moría del mal de Merlín, y obviamente trataba acerca de la difícil elección de Abraham: obedecer o rechazar la orden de Dios de sacrificar a su hijo.
Sol había escrito que los tiempos primitivos exigían una obediencia primitiva, pero las generaciones posteriores evolucionaron hasta el punto en que los padres se ofrecían como prenda de sacrificio –en las oscuras noches de los hornos que jalonaban la historia de Vieja Tierra– y que las generaciones actuales tenían que rechazar toda orden de sacrificio. Sol había escrito que, fuera cual fuese la forma que Dios adoptara en la conciencia humana –mera manifestación del subconsciente con todas sus necesidades de venganza o un intento más consciente de evolución filosófica y ética–, la humanidad ya no aceptaría sacrificios en nombre de Dios. El sacrificio y la aceptación del sacrificio habían escrito la historia humana con sangre.
Pero horas atrás, años atrás, Sol Weintraub había ofrendado a su única hija.
Durante años la voz de sus sueños se lo había ordenado. Durante años Sol se había negado. Al fin había aceptado, porque el tiempo había transcurrido, porque no quedaba otra esperanza, y porque había comprendido que la voz de sus sueños y los de Sarai, durante todos esos años, no era la voz de Dios, sino la de una fuerza oscura aliada con el Alcaudón.
Era la voz de su hija.
Con una repentina claridad que trascendía el dolor y la pesadumbre, Sol Weintraub comprendió perfectamente por qué Abraham había aceptado sacrificar a su hijo Isaac cuando el Señor se lo ordenó.
No era obediencia.
Ni siquiera era anteponer el amor de Dios al amor de su hijo.
Abraham ponía a prueba a Dios.
Al impedir el sacrificio en el último momento, al detener el cuchillo, Dios se había ganado el derecho –a ojos de Abraham y sus descendientes– de transformarse en el Dios de Abraham.


Dan Simmons

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