La vez que Darwin pensó en suicidarse

   Una noche de 1869 Charles Darwin soñó que toda la fuente del saber estaba en el catolicismo anglicano, y que la vida efectivamente había sido creada y no era producto de la evolución ni de la selección natural de las especies. Soñó que a medida que avanzaba en sus descubrimientos y perfeccionaba sus teorías, su positivismo exacerbaba el conflicto con su fe. Supo, en la penumbra onírica, que el horror que todo eso provocaba en su familia sólo desencadenaría infelicidad, acaso una tragedia. La pesadilla se hizo más horrenda cuando se vio a sí mismo comulgando en la Basílica de San Pedro, en Roma, de la mano del mismísimo Pío IX, ese Papa cuyo ministerio parecía interminable y que por esos días decretaba la infalibilidad pontificia. Sobrevolaba la escena, disfrazado de ángel, el Arzobispo de Canterbury, condenándolo.
   Hacia el final del sueño, Darwin consideraba la idea del suicidio. Pero, y así lo escribió posteriormente, al despertar advirtió que su mayordomo, originario de un lejano país del hemisferio sur, tenía una irrefutable cara de mono.

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