El escarabajo
Ninguno
de los sentimientos es tan inexplicable, tan injustificable como el
amor. ¿Lo he dicho ya? No me extrañaría, porque siempre lo he
considerado así. El odio, la envidia, el orgullo, son nítidos,
radiantes, y por ende susceptibles de dilucidaciones que no admiten
discusión: el amor no. En la estructura del amor intervienen
elementos imposibles de aclarar, que el sexo contribuye a hacer más
turbios, y que responden, supongo, a la ideal imagen que quien ama
compone de quien es amado, y a la cual el primero ajusta, dentro de
lo posible, lo que el otro provee, borrando lo que no corresponde a
su invención pasional, e improvisando de la nada lo que su imagen
necesita para existir. De ahí las reiteradas contradicciones,
sorpresas y desengaños que el amor suministra.
Nadie
pudo ser tan distinto como Febo di Poggio, de lo que Miguel Ángel
soñaba que era. Poseía, es verdad, para coincidir con el arquetipo
plasmado por el artista, una física traza muy semejante al paradigma
de Buonarroti. Su hermosura toleraba, en su tipo, escasas
comparaciones, pero Febo era como un libro impecablemente
encuadernado y titulado, cuyo deleznable texto interior no tenía en
absoluto que ver con la excelencia de su preciosa envoltura.
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